(GNOSIS para los POCOS, La Nota Síntesis)
CRISTO VIVE!
"Véase uno de tantos relatos más o menos jinescos que han corrido entre los soldados y que la revista escocesa Vida y Obras nos refiere en estos términos:
"El Camarada vestido de blanco." - Extrañas narraciones llegaban a nosotros en las trincheras. A lo largo de la línea de 300 millas que hay desde Suiza hasta el mar, corrían ciertos rumores, cuyo origen y veracidad ignorábamos nosotros. Iban y venian con rapidez, y recuerdo el momento en que mi compañero Jorge Casay, dirigiéndome una mirada extraña con sus ojos azules, me preguntó si yo había visto al Amigo de los heridos, y entonces me refirió todo lo que sabía respecto al particular.
Me dijo que, después de muchos violentos combates, se había visto un hombre vestido de blanco inclinándose sobre los heridos. Las balas le cercaban, las granadas caían a su alrededor, pero nada tenía poder para tocarle. Él era, o un héroe superior a todos los héroes, o algo más grande todavía. Este misterioso personaje, a quien los franceses llaman el Camarada vestido de blanco, parecía estar en todas partes a la vez: en Nancy, en la Argona, en Sojssons, en Ipres, en dondequiera que hubiese hombres hablando de él con voz apagada. Algunos, sin embargo, sonreían diciendo que las trincheras hacian efecto en los nervios de los hombres. Yo, que con frecuencia era descuidado en mi conversación, exclamaba que para creer tenía que ver, y que necesitaba la ayuda de un cuchillo germánico que me hiciera: caer en tierra herido.
Al día siguiente los acontecimientos se sucedieron con gran viveza en este pedazo del frente. Nuestros grandes cañones rugieron desde el amanecer hasta la noche, y comenzaron de nuevo a la mañana. Al mediodía recibimos orden de tomar las trincheras de nuestro frente. Éstas se hallaban a 200 yardas de nosotros, y no bien habamos partido, comprendimos que nuestros gruesos cañones haban fallado en la preparación. Se necesitaba un corazón de acero para marchar adelante, pero ningún hombre vaciló. Habíamos avanzado 150 yardas cuando comprendimos que íbamos mal. Nuestro capitán nos ordenó ponernos a cubierto, y entonces precisamente fui herido en ambas piernas.
Por misericordia divina caí dentro de un hoyo. Supongo que me desvanecí, porque cuando abrí los ojos me encontré solo. Mi dolor era horrible, pero no me atrevía a moverme, porque los alemanes no me viesen, pues estaba a 50 yardas de distancia, y no esperaba a que se apiadasen de mí. Sentí alegría cuando comenzó a anochecer. Había junto a mí algunos hombres que se habrían considerado en peligro en la obscuridad, si hubiesen pensado que un camarada estaba vivo todavía.
Cayó la noche, y bien pronto oí unas pisadas, no furtivas, sino firmes y reposadas, como si ni la obscuridad ni la muerte pudiesen alterar el sosiego de aquellos pies. Tan lejos estaba yo de sospechar quién fuese el que se acercaba, que aun cuando percibí la claridad de lo blanco en la obscuridad, me figuré que era un labriego en camisa, y hasta se me ocurrió si sería una mujer demente. Mas de improviso, con un ligero estremecimiento, que no sé si fué de alegría o de terror, caí en la cuenta de que se trataba del Camarada vestido de blanco, y en aquel mismo instante los fusiles alemanes comenzaron a disparar. Las balas podían apenas errar tal blanco, pues él levantó sus brazos como en súplica, y luego los retrajo, permaneciendo al modo de una de esas cruces que tan frecuentemente se ven en las orillas de los caminos de Francia. Entonces habló; sus palabras parecían familiares; pero todo lo que yo recuerdo fué el principio: -Si tú has conocido.
Y el fin: -Pero ahora ellos están ocultos a tus ojos.
Entonces se inclinó, me cogió en sus brazos -a mí, que soy el hombre más corpulento de mi regimiento- y me trasportó como a un niño.
Yo debí desvanecerme de nuevo, pues volví a la conciencia en una cueva pequeña junto a un arroyo, cuando el Camarada de blanco estaba lavando mis heridas y vendándolas. Acaso parecerá una necedad lo que voy a decir: pero yo, que sufría un terrible dolor, me sentía más feliz en aquel momento de lo que lo había sido en toda mi vida. Yo no puedo explicarlo, pero me parecía como si en todos mis días hubiese estado esperando por éste, sin darme cuenta de ello. Mientras aquellas manos me tocaban y aquellos ojos me miraban compadecidos, yo no parecía cuidarme ya de la enfermedad ni de la salud, de la vida ni de la muerte. Y mientras él me limpiaba rápidamente de todo vestigio de sangre y de cieno, sentía yo como si toda mi naturaleza fuese lavada, como si toda suciedad e inmundicia de pecado fuese borrada, como si me convirtiese de nuevo en un niño. Supongo que me quedé dormido, porque cuando desperté, este sentimiento se había disipado.
Yo era un hombre y deseaba saber lo que podía hacer por mi amigo para ayudarle y servirle. Él estaba mirando hacia el arroyo, y sus manos estaban juntas, como si orase; y entonces vi que él también estaba herido. Creí ver como una herida desgarrada en su mano, y conforme oraba, se formó una gota de sangre, que cayó a tierra. Lancé un grito. sin poderlo remediar, porque aquella herida me pareció más horrorosa que las que yo haba visto en esta amarga guerra.
-Estáis herido también -dije con timidez.
Quizá me oyó, quizá lo adivinó en mi semblante; pero contestó gentilmente:
-Esa es una antigua herida, pero me ha molestado hace poco.
Y entonces noté con pena que la misma cruel marca aparecía en su pie. Os causará admiración el que yo no hubiese caído antes en la cuenta; yo mismo me admiro. Pero tan sólo cuando yo vi su pie, le conocí: "El Cristo vivo."
Yo se lo había oído decir al capellán unas semanas antes, pero ahora comprendí que Él había venido hacia mí -hacia mí, que le había distanciado de mi vida en la ardiente fiebre de mi juventud-. Yo ansiaba hablarle y darle las gracias. pero me faltaban las palabras.
Y entonces Él se levantó y me dijo:
-Quédate aquí hoy junto al agua; yo vendré por ti mañana; tengo alguna labor para que hagas por mi.
En un momento se marchó; y mientras le espero, escribo esto para no perder la memoria de ello. Me siento débil y solo, y mi dolor aumenta. Pero tengo su promesa; yo sé que él ha de venir mañana por mi."
El Libro que mata a la Muerte – Mario Roso de Luna